- Así que usted habla francés...
- Por supuesto, et vous monsieur?
- un peu, peu...
- monsieur, vous parlez ou non?
- un peu, un peu...
- alors, monsieur, je vois que vous ne parlez pas du tout le francais, donc je n'ai rien à parler avec vous.
Ese fue uno de los cortos diálogos que entablé con él. A principios de este año, cuando lo conocí.
Pinochet, bastón en mano, cuerpo pesado, cara venosa y mirada obscena, intentando ganarse la simpatía del sexo opuesto. Fui llamada a participar de un peritaje a sus colecciones particulares. Sólo me dieron unos cuantos minutos para aceptar o rechazar. Sin pensarlo dos veces, tuve la oportunidad de encontrarme frente a frente con un pedazo de la historia, un pedazo de mi historia.
Un pedazo de mis dolores.
Es extraño como se dan los momentos más impensados. Cuando las fantasías más atávicas se hacen realidad.
De chica, no eran los cucos de los cuentos, ni el hombre del saco quienes poblaban mis temores más soterrados, mis pesadillas nocturnas.
Era Pinochet quien encarnaba las crueldades más perversas. Cuando una vez vinimos de visita con mi madre a Chile, recuerdo las noches en vela, aferrada entre sus brazos, temiendo la aparición abrupta del dictador en la casa de mi abuela. Lo ví escondido en unos matorrales acechando nuestros pasos; esperándome sombríamente al fondo del pasillo, dispuesto a llevarme, a desaparecerme.
Crecí escuchando relatos adultos, borracheras catárticas y espantosas. Llantos de niños sin padre ni madre. Crecí mirando cómo unos abuelos ordenaban las ropitas de una guagua que nunca llegó. Que desapareció junto a su madre secuestrada. Que no perdieron la esperanza de reencontrarla.
Crecí entre familias que se acurrucaban entre ellas, entre las penas, los desarraigos, y los fantasmas que volvían una y otra vez. Entre maletas que nunca se deshicieron.
Crecí sabiendo que algo me había sido arrebatado.
Y cuando tuve al viejo enfrente. No pude sino reírme en su cara de su patética exhibición viril. Sólo supe que ya no le tenía miedo. Ni a él, ni a sus gurkas devotos. No había miedo. Sólo el deseo recóndito de humillarlo, aunque sólo fuera un poquito. Aunque él no se percatara y me dejara hacer la pega tranquila, como un estorbo más entre los escombros y cajas esparcidos en esa biblioteca interminable. Aunque nunca se dictara sentencia.
Volví a ver esa cara venosa dentro del ataúd. Un paño de vapor envuelve un rostro que no pareciera descansar. Que no descansará. Que sigue vivo en nuestra memoria, en los que ya no están, en esa guagua que nunca llegó. Que sigue vivo cuando mi hija me pregunta quién es él. Un hombre malo. Y al que aún deberemos vencer con justicia y verdad. No está muerto, pero ya no hay miedo.
- Por supuesto, et vous monsieur?
- un peu, peu...
- monsieur, vous parlez ou non?
- un peu, un peu...
- alors, monsieur, je vois que vous ne parlez pas du tout le francais, donc je n'ai rien à parler avec vous.
Ese fue uno de los cortos diálogos que entablé con él. A principios de este año, cuando lo conocí.
Pinochet, bastón en mano, cuerpo pesado, cara venosa y mirada obscena, intentando ganarse la simpatía del sexo opuesto. Fui llamada a participar de un peritaje a sus colecciones particulares. Sólo me dieron unos cuantos minutos para aceptar o rechazar. Sin pensarlo dos veces, tuve la oportunidad de encontrarme frente a frente con un pedazo de la historia, un pedazo de mi historia.
Un pedazo de mis dolores.
Es extraño como se dan los momentos más impensados. Cuando las fantasías más atávicas se hacen realidad.
De chica, no eran los cucos de los cuentos, ni el hombre del saco quienes poblaban mis temores más soterrados, mis pesadillas nocturnas.
Era Pinochet quien encarnaba las crueldades más perversas. Cuando una vez vinimos de visita con mi madre a Chile, recuerdo las noches en vela, aferrada entre sus brazos, temiendo la aparición abrupta del dictador en la casa de mi abuela. Lo ví escondido en unos matorrales acechando nuestros pasos; esperándome sombríamente al fondo del pasillo, dispuesto a llevarme, a desaparecerme.
Crecí escuchando relatos adultos, borracheras catárticas y espantosas. Llantos de niños sin padre ni madre. Crecí mirando cómo unos abuelos ordenaban las ropitas de una guagua que nunca llegó. Que desapareció junto a su madre secuestrada. Que no perdieron la esperanza de reencontrarla.
Crecí entre familias que se acurrucaban entre ellas, entre las penas, los desarraigos, y los fantasmas que volvían una y otra vez. Entre maletas que nunca se deshicieron.
Crecí sabiendo que algo me había sido arrebatado.
Y cuando tuve al viejo enfrente. No pude sino reírme en su cara de su patética exhibición viril. Sólo supe que ya no le tenía miedo. Ni a él, ni a sus gurkas devotos. No había miedo. Sólo el deseo recóndito de humillarlo, aunque sólo fuera un poquito. Aunque él no se percatara y me dejara hacer la pega tranquila, como un estorbo más entre los escombros y cajas esparcidos en esa biblioteca interminable. Aunque nunca se dictara sentencia.
Volví a ver esa cara venosa dentro del ataúd. Un paño de vapor envuelve un rostro que no pareciera descansar. Que no descansará. Que sigue vivo en nuestra memoria, en los que ya no están, en esa guagua que nunca llegó. Que sigue vivo cuando mi hija me pregunta quién es él. Un hombre malo. Y al que aún deberemos vencer con justicia y verdad. No está muerto, pero ya no hay miedo.
3 comentarios:
Florencia? Sí, me parece que sí. No tengo bien claro com o llegué aquí, creo que saltando de un lado a otro dentro del red. Sólo comentarte lo impresionante que de tu encuentro fortuito con el dictador. Y compartir contigo que yo me acordé en estos días de una amiga de infancia que desde el exilio le escribió a fines de los '70 una carta personal al dictador, pidiendo la liberación de su padre, hoy detenido-desaparecido. La carta comenzaba así: "Señor Pinochet...". El general nunca tuvo los cojones de darle una explicación a ella ni a nadie. Nos la quedó debiendo. Saludos y un gusto !
hermosa, tu mirada transparente.
¿Dónde están las muejres de este blog?...
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